Era un 14 de junio, el mes más crudo del
invierno, la niebla cubría ese par de islas olvidadas al sur del mundo. Las
densas nubes se iluminaban por el fuego de los proyectiles… Y el viento helado
cortaba sin piedad la parte expuesta de la piel.
Allí estaba Larry O’neill, el menor de seis
hermanos comiendo lentamente un trozo de chocolate. Sentado en un improvisado
banco hecho con unos cajones de manzana, con el fusil apostado entre sus
piernas, mirando fijamente a ese maraña de hombres apiñados unos contra otros
soportando el frío.
Él sabía que no corría peligro ante las atentas
miradas de esos seres desnutridos. Se notaban que no tenían fuerzas, sólo para
gritar de vez en cuando un “hijodeputa”, algo que de haber prestado atención en
sus clases de spanish, sabría que significaba.
El viento helado incansable movía las chapas del
galpón. Afuera algunos estruendos de balas lo transportaban diez años atrás, a
las charlas en el pub de Belfast con sus amigos, las marchas contra los
invasores protestantes. La nostalgia de los que se fueron el domingo en el
barrio de Bogside, de la ciudad de Free Derry (Londonderry para el resto del
mundo). Pero claro, otra era la situación, otro era el lado. Pagó caro ese
pecado de juventud, ahora era un sargento del 2° Batallón.
Unos llantos lo devolvieron a su presente. El
colorado se acercó a esas personas. Sacó de sus bolsillos más chocolates y
caramelos y los repartió. —Gracias gringo— Dijo uno. O’neill sonrió con esa
sonrisa de inmigrante que muchos conocían de sus pueblos. Y por unos minutos,
los hombres comieron en paz.
Walter Arias©
MUY BUENO! Es genial intentar plantearse como se ven las cosas desde la vereda contraria
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