FRANCISCO ARRIETA
Francisco Arrieta había nacido
en un pueblito de las pampas argentinas, y era descendientes de
españoles. La vida austera y solitaria era habitual en el lugar, y la
llanura se fundía con el cielo en un horizonte sin fin.
Desde muy joven decidió dejar
el campo para instalarse en la gran ciudad de Buenos Aires. Su padre había
fallecido en un accidente de trabajo, dejando a su esposa e hijos
desamparados. Pero Francisco tenía mucha terquedad y coraje, y no tardó tiempo
en ponerse al frente de la familia, a pesar que era el del medio entre tres
hermanos.
La tarde plomiza en que
decidió partir, un viento del sur despeinaba los rulos que caían sobre sus
pardos ojos. Caminó hasta el andén del Ferrocarril General Roca y allí esperó.
El bolso tenía pocas pilchas y escasos billetes. Su madre, mujer de pocas
palabras pero de carácter firme, le había preparado un trozo de queso y pan
para el viaje. Un vertiginoso palpitar lo llenó de una rara mezcla de emoción y
temor. Su inquebrantable convicción lo empujó a subir al tren.
Vino sólo, con veintidós
años recién cumplidos y la promesa de trasladar pronto a su madre y
hermanos. Siete meses pasaron, y Buenos Aires lo deslumbró. Los
automóviles de 1952 eran un lujo reservado a las ciudades. Un amigo de la
familia, lo recomendó en un taller mecánico. Sus manos permanentemente
engrasadas pasaban por su mameluco gris, en un intento frustrado de limpieza;
pero a Francisco no le importaba, era feliz.
Todo parecía marchar sobre
ruedas, había encontrado una pieza en el barrio de Constitución. La dueña del
inquilinato, Doña Carmela, era una gallega salerosa. Su canto provinciano
despertaba a los pensionistas, mientras la escoba impiadosa golpeaba las
puertas de las demás habitaciones anunciando el día. Los pasillos tenían
pisos lustrosos, que invitaban a bailar un dos por cuatro, al compás de tangos
y milongas. Helechos gigantes y catas parlanchinas alegraban el conventillo,
igual que el ruido de ollas de la cocina entremezcladas con los gritos de los
huéspedes peleando por el único baño. La nueva vida de Francisco lo
alejaba del recuerdo de penurias pasadas y, a su vez lo acercaba a un mundo,
que hasta entonces no conocía y lo vivía con intensidad.
Los muchachos del taller, no
tardaron en invitarlo a sus correrías. Los sábados se juntaban en el hipódromo,
para ver y apostar al matungo preferido. Así comenzó con apuestas
descontroladas, y en poco tiempo el dinero ahorrado de las duras semanas de
trabajo se terminó. La timba, caballos, mujeres y la noche, lo llevaron a
caminatas solitarias y taciturnas pensando en cómo recuperar la guita.
Pronto llegó una carta de su
hermano menor, Juan. Su madre hace meses yacía enferma y el trabajo en el campo
escaseaba. Todo se gastaba en remedios. La vergüenza invadió a Francisco, se
sentía culpable por no cumplir su promesa, y en una noche de lluvia, sus
lágrimas de rabia se confundieron con las del cielo.
Fue entonces cuando decidió
conseguir el dinero de cualquier forma. Había crecido en una familia de férreos
valores de honestidad. El trabajo era el medio para vivir decentemente, pero el
agua le llegaba al cuello y desesperado decidió robar la recaudación del
hipódromo.
Alguien le consiguió un arma,
no se parecía a la escopeta que usaba para cazar los quirquinchos y corzuelas,
pero serviría para el atraco. Con la palidez de un muerto, ese sábado se
encaminó con decisión a la boletería, apuntó y tartamudeando ordenó que
le dieran todo el dinero. Se alejó tan rápidamente como sus agiles y largas
piernas le permitían. Esquivando los autos cruzó la avenida. Con el
latido en el cuello y los ojos desorbitados paró a un taxi.
Tenía todo listo, un bolso
preparado y guardado en la estación de tren. Escaparía en el mismo tren que lo
acercó, a un mundo glorioso y miserable, para volver a su pago como un
delincuente. Sólo deseaba partir. Ya nada importaba más.
Miraba nervioso el andén, y
cuando el tren se movió luego del silbato agudo de la locomotora, tuvo un
sólo pensamiento: - ¡Todo estará bien mamá!
Fue lo último, antes que dos guardias de azul, lo
llevaran arrastrando por el pasillo y se perdiera por la puerta del vagón.
Gabriela Coromina©
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